Doble es la importancia que tiene el Facundo
en la cultura argentina: por un lado, tiene importancia ideológica; por
el otro, literaria. Es evidente que, en la primera de sus vertientes,
sus tesis y aun sus fórmulas están incorporadas a toda una línea de
pensamiento, el liberalismo, que ha dado la estructura mental al país;
en el otro campo, ya no se discute tampoco que, hasta la aparición de
Martí, no hay escritura como la suya en toda el área hispánica durante
el siglo XIX, una escritura que, como la de Martí es creación, es
expresión, es posibilidad.
En
virtud de estas dos consideraciones se comprende muy bien la oportunidad
de una nueva lectura: si se quiere considerar críticamente el pasado
argentino así como la evolución ideológico-política que se ha
operado en el país, si se quiere reconocer uno de los momentos
iniciales y de gestación de un lenguaje argentino -que es la forma
argentina de entenderse- la lectura del Facundo es indispensable, como lo es la de Martín Fierro,
la de Mansilla, la de Sánchez, Quiroga, Gálvez y Borges.
Pero una lectura crítica: décadas de endiosamiento liberal han
sacralizado ese texto y lo han matado; décadas de imperio social,
intelectual y político han querido impedir el examen de lo que dice y de
lo que deja de decir y, sobre todo, de lo que en cada mentalidad
argentina es repetición de sus fórmulas. Y bien, creo que corresponde
enfrentarse con la sacralidad, cuyos diversos rostros son las maneras
más o menos institucionalizadas de negar lo que realmente puede
significar y haber significado un texto como éste en la vida activa de
una sociedad.
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